«Retrato en papel manila» Patricia Romero
Camino despacio. Hace poco más de una hora que he salido a la calle y más de dos que he tomado el primer café de la mañana. Son las siete y media. Hay suficiente luz como para distinguir los rasgos soñolientos de las primeras
personas que ocupan las aceras. Ni siquiera estaba caliente; me refiero a ese primer trago de café que me he echado al gaznate, a hurtadillas en la cocina para que la jefa no se despertara antes de las ocho y treinta, truncando mi paseo diario y el desayuno adecuado para un hombre como yo. Si ella me sorprendiera calzado y bebiendo café, me llamaría viejo majadero, me quitaría la taza fría de las manos y me enviaría a la sala de estar, un espacio que la luz atraviesa filtrada por el visillo, reflejándose sobre una lámina enmarcada que proyecta formas geométricas de luz y colores desleídos sobre la pared. Una iluminación mundana para el paraíso de algunos. Mi doña incluida. Yo prefiero la calle, como metáfora perfecta de la huida que llevo ensayando desde que me jubilé como mecánico técnico de la Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles. El día que estampé la firma en aquellos papeles que resolvían mi pasado y auguraban mi futuro, mi vida pareció ser condenada —con la sentencia dentro de un sobre de manila—
a reclusión, en una sala donde los cristales de los cuadros proyectan haces de luz sobre el tabique de un piso pagado con los ahorros magros de una vida y el apoyo del banco que nos regaló aquellas láminas enmarcadas para hacernos
soñar con el Prado, la Uffizi o el palacio de Belvedere. Imágenes que compiten a diario con los pañitos de ganchillo que teje la jefa por las tardes y que cubren todos y cada uno de los enseres de la sala. De la tele a la máquina Singer de coser pasando por los reposacabezas del sofá. El día —mismo día— que descubrí que había cubierto con labores de ganchillo el rollo de papel higiénico, la tapa del retrete, las bandejas del frigorífico y el horno, supe que la guerra estaba perdida. La jefa había ensartado mi virilidad en una aguja de crochet y había cubierto el cadáver con uno de aquellos intrincados tapetes de falso encaje. Aquel día asumí que éramos dos ancianos, pese a la juventud de mi espíritu.
Entenderán, o no, que quiera escabullirme a la calle como un chiquillo, con apenas un café frío en el estómago.
No debería tomar más cafeína hasta las once de la mañana, pero es que detesto “el café” del Hogar. Las asistentes sociales piensan que, por viejos, somos tontos, pero yo he bebido litros de achicoria y malta antes de que ellas supieran siquiera lo que era un vaso. Mientras camino en dirección al club del jubilado, mi cuerpo aúlla por un buen café, edulcorado con dos terrones de azúcar y un poco de leche. Paro en el quiosco de la estación y compro el café, me lo sirven en un vaso de cartón demasiado largo para el líquido que contiene y la joven que me atiende, en un tono automático de buzón de voz, me ofrece una rosquilla por un euro más. Consiento y mientras le abono el importe, me debato en si debo o no tragarme la rosquilla y el café dulce. Si, una vez pagados esos dos eurillos, le ahorro a mi hígado y páncreas cansados el veneno glucémico u obedezco los designios de mi cerebro que ha consumido todas las calorías ingeridas anoche con la cena de la jefa, a saber: una lata de sardinillas en aceite revueltas con un tomate, aliñado con ajo y perejil y una infusión de hinojo, con una galleta de avena.
—¡Vamos viejo! no te lo pienses tanto y entra en calor con un poco de azúcar. Hace un frío de mil demonios, déjate de los formalismos nutricionales propios de tu edad y date el capricho, —te dices a ti mismo mientras sales del
hall de la estación donde está el quiosco del café.
A las puertas de la estación, un hombre poco más joven que yo clama una limosna. Si fuera generoso, le daría sin dudarlo el café con la rosquilla. Sería una salida fácil y complaciente. Si le doy a este hombre mi desayuno, seré un alma buena y me veré recompensado con un día más de salud.
—¡Al carajo! Hoy quiero sentir animado mi propio pellejo. Confort del tipo «me como un rosco, aunque no deba». Así de pueril soy a veces. Entonces, caigo en la cuenta de que hace cosa de veinte días que, a regañadientes y con las
lágrimas de la jefa por delante, después del más reciente ataque de angustia, empecé a tomar unas pastillas de paroxetina que el médico de familia me recetó; el buen doctor le puso el nombre técnico para que yo no descubriera demasiado pronto que se trataba de un antidepresivo pero, con la caja que la jefa me trajo de la farmacia entre mis manos, comencé a jugar con la raíz etimológica de aquel medicamento genérico que venía a sumarse al pastillero de dos pisos que ya tengo sobre la encimera de la cocina, bien a mano. Y me costó poco deducir que una pastilla de paroxetina está concebida para reducir los ataques de exaltación y por lógica las crisis de ansiedad, cualidad del angustiado y a su vez relacionada con el verbo latino angere de las que nos vienen otras palabras como congoja o
angina. ¡Angina! Como la del pecho, que me obliga a tragar dos tercios de las pastillas de mi pastillero azul. ¡Ahí estaba la madre del cordero! Era un hombre de edad avanzada, con angina de pecho y deprimido. Tomé las primeras pastillas con la docilidad que impone el tedio. Y por fortuna, la química tiene sus reacciones al margen de lo que el espíritu piense. En menos de una semana empecé a notar cierto grado de tranquilidad, cierto descanso hasta llegar a ser el de hoy. Un tipo comiéndose un bollo y bebiendo café delante de un hombre que pide limosna en la calle. A veces, los fármacos te enseñan quién diantres eres. Me río. Tantos años convencido de ser un buen mecánico de trenes, buen padre, buen esposo y resulta que tal vez sea algo totalmente diferente. Y lo descubro ahora que el margen de maniobra se me acaba; que mi cuerpo y la sociedad cierran filas manifiestas en torno a la palabra “anciano”, que cae sobre mí como una lápida prematura.
Salgo de mi embelesamiento; el sintecho me mira pasándose el dorso de la mano por la nariz congelada y sin saber si debe ponerse a la defensiva o venir a socorrerme. He debido de quedarme mirándolo fijamente pero totalmente
abstraído; trato de sonreírle avergonzado. Se relaja. Del bolsillo interior del chambergo saca un paquete blando de cigarrillos y extrae uno entre los labios diestros de fumador empedernido, alargándome con la mano la cajetilla como
ofrenda. Le hago un gesto agradecido de renuncia, pero me acerco hasta él con mi rosco mordido en forma de U y mi vaso de café humeante. Me pongo a su lado. Le tiendo mi café, luego la rosquilla a medio comer. Los acepta. Come
despacio. Entre sus escasas pertenencias descubro una edición barata del libro 1984. Intuyo que la situación desfavorecida de este hombre trasciende a la justificación fácil y muchas veces errónea o cuando menos incompleta del juego y el alcohol. La vida de este hombre tuvo que ser arrasada por algo inconcebible o alguien perverso. No me atrevo a preguntar, pero sé a ciencia cierta que la vida de este hombre estuvo, en algún punto, sentenciada en el interior de un sobre de manila. Tal vez fuera un finiquito injusto, tal vez un informe médico desfavorable o un divorcio crispado. ¡Qué sé yo! ¡Es tal la fragilidad!
Una frase de George Orwell flota entre el polvo, el humo sucio de los coches y los virus que pueblan el aire de la gran ciudad que el mendigo y yo compartimos: «Lo importante no es mantenerse vivo, sino mantenerse humano».
Aquí estamos, dos viejos injustamente sentenciados, cubiertos por un profiláctico papel manila, más humanos que vivos. Reímos, porque la sabiduría que nos desconsuela así nos lo pide. Reímos tan fuerte que el papel manila se
estremece, crepita y se resquebraja. Mientras otro día avanza, por la herida abierta del papel, entra y sale el aire que el otro viejo y yo, intercambiamos con la gran ciudad.