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Bacon tenía a España en la sangre. Un español, Velázquez, fue su gran maestro. De su Retrato de Inocencio X diría Bacon, rotundo, «siempre he creído que este era uno de los mejores cuadros del mundo. He intentado, sin ningún éxito, hacer ciertas reproducciones de él». Por amor, a otro español, éste de carne y hueso, Francis Bacon llegó a Madrid, ya ochentón. Sería su último viaje. En esa ciudad moriría, rodeado de monjas.
Mortalmente vivo hurga en ese puñado de días, los diez últimos pasados en la ciudad. Javier Santiso se atreve a recrearlos, con su prosa poética, hecha de hermosos jirones, metiéndose bajo la piel del artista y en la cabeza de los últimos actores y testigos que presenciaron el final del gran artista. Un fuera de serie, que no se despeinaba por nada, que era un jilguero, amante de la buena vida y al que le gustaba provocar, embestir, «porque el arte poco tiene que ver con el buenismo, el arte nos salta, nos asalta», dice Javier Santiso.