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El primer beso político de la historia es el beso que Héctor, domador de caballos, dio a su hijo Astianacte en el nombre de Ilión. El más romántico, ha
sido el beso que Homero no narra, el que el héroe troyano diera a Andrómaca, ese mismo beso que el lector imagina entre las lágrimas. Pero si ese beso
que no fue, o aquel que fue y Homero no dijo —o no quiso decir, ya que Homero fue el primero a enseñarle a los poetas cuanto de poético hay en lo
no dicho—, ese beso, ese último beso, hubiese sido también político. No sólo por el gesto en sí, antes de donar la vida por Troya, para conquistar la gloria o para recibirla de manos del colérico Aquiles, sino por la capacidad de aquella dolorosa escena de despertar pasiones políticas a través del relato oral y visual que acomuna todos aquellos que participan de aquel momento en el que épica y tragedia coinciden.
La semántica de los gestos narrados por Homero plasma una cierta visión del mundo que, a lo largo del tiempo, mantiene unas ciertas líneas de continuidad. La más importante de todas: aquella que va de lo privado a lo público, aquella que se queda en lo más íntimo de cada uno de nosotros y establece un código moral, que pasa por el cuerpo y deja una huella sutil pero inquebrantable, cuando los labios de los amantes salen al encuentro, circulan de los padres a los hijos y establecen lazos inquebrantables de amistad.