Madera en el bosque
El principio del otoño me lleva a París. A deambular por sus calles, flâner es uno de esos verbos y lugares comunes que conviene preservar, a pesar de que estén archiusados deberíamos protegerlo como al buitre negro. Me pierdo por viejas calles del Sixième y del Cinquième. Llego hasta el Collège de France, ese lugar, como dice Pierre Assouline con su fina ironía, que está frente a la institución que representa «Au vieux campeur de Paris», la mítica cadena de tiendas de montañismo que a lo largo de los años se ha hecho fuerte y ha copado varias manzanas frente al Collège, esa iglesia del saber que Bourdieu llamó «lugar de sacralización de los herejes». No es mal emplazamiento para esas tiendas porque al fin y al cabo para subir a los niveles de conocimiento que impone la sagrada escuela hay que andar bien equipado con cuerda, piolets, crampones y mucha ropa de abrigo porque hace frío cuando se busca, y más cuando no se encuentra.
Bordeando el Sena paso delante de los bouquinistes, prometiéndome no comprar nada y lo cumplo. Están cerrados. Libros y más libros. Demasiadas cubiertas, demasiadas historias, demasiada gente que quiere o tiene algo que contar. Y me entran los miedos de editora y de escritora: ¿para qué traer más libros nuevos al mundo?, ¿qué sentido tiene si no tendré una vida para leer lo que quiero leer?, ¿qué aportamos?, ¿para qué encuadernar más papel y llenar de cosas este planeta? Cosas… ¿los libros también son cosas? Sí, supongo que sí, seamos sinceros. El hombre que me acompaña, ese que siempre me acompaña, camina a mi lado y me escucha. No contesta. Sólo escucha, lleva haciéndolo una vida, y sabe que hay tanta vehemencia en lo que digo como veneno y pasión en mis venas para seguir adelante a pesar de esas y de otras tantas dudas. Y así, en silencio, pero juntos en el pensamiento, llegamos a la librería Gallimard en el Boulevard Raspail. Gallimard y sus cubiertas amarillentas con el doble filo colorado y el marco negro. Otro paisaje común, el de esas cubiertas, que no quiero que desaparezca nunca de mi vida. Y mientras paseo, ahora por las baldas, me siento pequeña, diminuta, entre libros y más libros. Me he prometido no llevarme ninguno este viaje, salvo dos absolutamente necesarios, sólo dos para trabajar, pero sucumbo, dos ensayos que no estaban previstos pero Simone Weil y Leszeck Kolakowski, malditos tiranos, no me dejan escapatoria. Al ir a pagar me paro frente a una vitrina para leer la carta que Marguerite Yourcenar escribió a su editor: «A Gaston Gallimard, que ha publicado y recibido tantos libros que al dedicarle el propio, una tiene la impresión de traer madera al bosque…». La gran Yourcenar también se sentía pequeña. Y entonces me digo que al bosque siempre le falta madera. Y a la Tierra bosques. A veces las cosas aparecen en el mejor momento. Qué buena madera la suya, Marguerite. Merci Monsieur Gallimard.
De regreso, pienso que nuestro libro de octubre: La epopeya de las mujeres, de Graciela Rodríguez Alonso, es madera sólida porque habla de algo importante, de los hombres y de las mujeres, y de mirarnos a los ojos para iniciar un nuevo camino juntos. Bienvenido sea este nuevo libro al bosque.