La guerra no nos gusta
La guerra no nos gusta. Ni las injusticias, ni el dolor, ni los abusos. No, no nos gustan todas esas cosas, y sin embargo, todas esas cosas que no nos gustan tienen su literatura. Sus libros, como «La Ilíada» que es la cólera, atroz cólera, de los dioses y de los hombres ¿y era necesario?; o «Lolita» que es el paroxismo de la depravación ¿y era necesario? Nos decimos, o nos repetimos una y otra vez que no, que nada justifica dar pábulo a la cólera o a la depravación, pero si la injusticia existe, si la perversión existe, ¿qué puede hacer el escritor? ¿Qué hace el artista? No debe provocar más injusticia, desde luego que no. ¡Ay! ¿cuál es el límite? No lo sabemos. Y por eso sigue el eterno debate: se retiran estatuas y cuadros y se queman libros mientras unos gritan de júbilo y otros se llevan las manos a la cabeza.
La guerra no nos gusta, no. Pero hay dos libros sobre la guerra de los Balcanes, dos soberbios libros que hablan de lo más atroz, y sentimos que nuestro deber es publicarlos. El libro de un bosnio: Las aguas tranquilas del Una y el de un serbio: Lugares lejanos. Y es terrible decir que son dos libros bellísimos aunque hablen de cómo los hombres se dividen en dos como y se arrancan la piel a argumentos y la razón a tiras. Pero lo decimos. Y también, que ninguno de los dos, con sus tan distintas prosas, nos ha intentado convencer de que la guerra es bella, ninguno nos la ha hecho más aceptable. Lo que ambos nos quieren enseñar es que la guerra es real. Tan real como el dolor humano que provoca. La guerra es a donde no podemos y no debemos llegar. Nunca. Y nos gustaría no tener que leer nunca, nunca más, un libro sobre guerra. Pero mientras los hombres no cambiemos, seguirán existiendo la literatura y el arte que duelen.