Islas de luz
Leo estos días a Anna Ajmátova. Escribió su poema Requiem porque una madre que, como ella, esperaba ante la puerta de una cárcel estalinista para visitar a su hijo le preguntó: «¿Y usted puede escribir esto?». Ella fue breve y clara: «Puedo», le dijo.
Y pienso que lo mismo podrían haber contestado Branislav Djordejvic o Faruk Šehić si alguien les hubiera preguntado «¿Y usted, puede escribir sobre la guerra de Yugoslavia?». Sí, Djordjevic y Faruk podían, lo hicieron y ahí están sus libros: Lugares lejanos y Las aguas tranquilas del Una. Escritos de dos modos muy distintos, retratan sin embargo la misma miseria; y una, como lectora sólo puede alabar la gloria de la escritura y su fuerza y su riqueza para contar las cosas, hasta lo peor, una y otra vez.
Escribir sobre lo que parece inenarrable es a veces un asunto decisivo para quien hace literatura. Hace unos días, el escritor mexicano, Alberto Ruy Sánchez, en la presentación de su último libro Los sueños de la serpiente, lectura por cierto muy recomendable, dijo que para él, el escritor o el crítico son seres que deben dar una visión compleja del mal y que su misión no es otra que crear islas de luz. Islas de luz para poner freno a lo que de otro modo nos aspiraría hacia sus adentros, como esos agujeros negros que los profanos de la física y de la magia del universo imaginamos arrastrándonos hacia un abismo del que nos resultaría imposible salir. Pienso entonces, que si hay islas de luz, también hay bestias de luz. Como las que se ha sacado de la pluma Teresa Colom en La señorita Keaon y otras bestias, y que os entregamos, amigos hortelanos, en la cosecha de este mes. Relatos llenos de ternura y de humor que ahondan en la crueldad. Criaturas deformes, inesperadas y como venidas de otros mundos que vienen a éste por muy poco tiempo, y que lo hacen para traernos una luz distinta. Una luz que nos ayuda a ver las cosas con otros ojos, con la mirada breve de seres inesperados, marginados y humanamente monstruosos.