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La huerta grande

«El tiempo todo entero» Graciela Rodríguez Alonso

17 abril, 2020

En cuanto leí el título de la obra de teatro,

—la última, antes de que nos encerraran—,

corrí a comprar las entradas, y en el transcurso de aquellos días

esperando para verla, me preguntaba si desvelaría

qué es disponer de todo el tiempo, entero,

y qué clase de tiempo puede ser considerado entero,

si puede tomarse de una vez, como un dátil entre los dedos,

o incluso como un libro, primero entre las manos,

después, con suerte, para siempre en el recuerdo.

 

Resulta que Antonia, la protagonista, se hace las mismas preguntas

encerrada en casa; afirma que salir ahí fuera es una pérdida

de tiempo, ¡cómo lucha consigo misma!, cómo nos interpela

desde su soledad. La hubiera abrazado, si hubiera podido.

 

Es peligroso el tiempo —más incluso que la amenaza que nos asedia—

un tirano escurridizo, que cuando él se va, nos lleva,

y, sin embargo, cuánto amamos al tiempo,

lo buscamos, lo deseamos, si pudiéramos mendigaríamos

cuartos de hora por las esquinas, extenderíamos la mano,

como ansiaba hacer Kazantzakis, ante cada viandante:

«¡Piedad, hermanos, dadme un cuarto de hora cada uno!

¡Un poco de tiempo más para terminar mi obra!

¡Después, bienvenida sea la muerte!»

 

¿Cómo se mide el tiempo, cómo saber si es, ya, todo entero?

En Atenas la hora se medía por el movimiento de la gente:

cuando el ágora estaba llena era justo antes del mediodía,

¡qué forma tan hermosa de unir el espacio y el tiempo con la vida!

 

No somos tiempo entero, pienso, somos ráfagas, aleteos,

fragmentos que unimos en el puzle de nuestra memoria:

el paseo desde la puerta de Alcalá hasta el Prado,

el olor de los tilos mezclado con el griterío y el tráfico,

la obra de teatro compartida con desconocidos,

el día que comprendí que, al alcanzar el tiempo entero,

el que se me hubiera asignado, me apartaría de las plazas,

de los parques, de los dátiles y de los libros. Para siempre.

 

No quiero el tiempo todo entero, lo quiero en pedazos,

pequeños, que pueda guardarme en el bolsillo. O regalarlos.

 

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