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La huerta grande

«El honor del samurái» Miguel Dueñas

19 marzo, 2020

«Para que todos, desde el más pequeño al mayor, encontremos esa valentía que permanece en nosotros por mucho que, en ocasiones, parezca escondida. Este cuento representa la enseñanza que un niño nos da a los mayores para que no olvidemos».

 

El samurái por fin se levantó. Caminó unos cuantos pasos cojeando pero otra vez cayó al suelo. El silbido del viento presagiaba el fin de la batalla y, aunque me perdí el principio de la película, algo me decía que esa batalla estaba perdida. Se tocó el pecho y después la frente. La sangre de su cara estaba seca, también el campo sobre el que yacía. Gateó hasta el cuerpo de su amigo que en ese momento apareció en la escena tumbado y al que, unas secuencias atrás, le habían clavado la espada lo menos diez o quince veces en el pecho. Aún respiraba. De pronto le puso una mano en el costado y con la otra empuñó su espada. Entonces empezó a sonar una música de violines y el hombre tumbado, otro samurái, estiró los brazos y empezó a susurrar el nombre del primer samurái: Jack o Zack. Era americano. Ya me contaréis qué pinta un americano haciendo de samurái en una película de chinos. El caso es que ese Jack o Zack cogió la espada y la dejó sobre las manos de su amigo el casi-muerto. Este la agarró fuerte y le hizo un gesto con la cabeza como de gratitud. Otra vez dijo «Jack» o «Zack» y su cuerpo quedó inerte, aunque mantuvo bien apretado el puño para que su espada nunca cayera al suelo. La pantalla del televisor fue oscureciéndose hasta que apareció THE END en letras doradas. Entonces mi hermano me miró y dijo: «¡Qué película!».

En realidad, mi hermano siempre decía «¡Qué película!» nada más terminar todas las películas que ponían por televisión. A los dos nos gustaban, sí, pero supongo que a mi hermano le gustaban un poco más que a mí porque siempre, cuando apagábamos el televisor, tenía que hacer algo imitando la película que habíamos visto, siempre después de decir eso de ¡Qué película!, nunca fallaba. Una vez pusieron una de Hércules en la que el protagonista, o sea Hércules, se pasaba toda la película levantando piedras y lanzándolas por ahí. Y si no encontraba una piedra pues levantaba a otro personaje. El caso era levantar algo, aunque fuese una persona. Bueno, pues nada más acabar la película, mi hermano dijo eso de qué película y también dijo: «¡Arrrrg, soy Hércules!» (la gracia de turno) y se puso a intentar levantarme sobre sus hombros. Al principio me resistí pero, como vi que le costaba, me dejé sujetar e incluso colaboré un poco para que me levantase. Después me tiró al suelo y yo me puse a llorar. «No llores, hombre», me dijo él, «que los griegos no lloran».

Supongo que no hace falta que cuente lo que pasaba cuando ponían una de Sansón, o cuando tocaba un ciclo dedicado a Burt Lancaster o alguno de esos. Todo empezaba igual: «¡Arrrrg, soy Sansón!» o «¡Arrrrg, soy Burt Lancaster!». Y claro, también todo acababa igual que el día de Hércules. Primero yo me caía al suelo, después lloraba y después mi hermano me decía que los romanos no lloraban. Por eso, el día que pusieron la película de los samuráis, decidí ser yo el que gritara «Arrrrg, soy un samurái» justo en cuanto vi que mi hermano decía eso de qué película, y me lancé contra él con la esperanza de tirarlo al suelo a ver si los samuráis lloraban o no. Mi hermano me esquivó, y fue entonces cuando me dijo que esa película no era como las otras, que los samuráis eran gente de honor, y que un buen samurái debía morir siempre con la espada en la mano, como había hecho el amigo del tal Jack o Zack. Entonces se tiró al suelo de repente y me dijo: «Jack, me muero, dame mi espada». Abrí el armario de los juguetes y le di una raqueta de tenis. Él la cogió y se hizo el muerto. Entonces (reconozco que esto es una niñería) llamé a mi padre, que justo salía de la cocina con el móvil pegado a la oreja, para que viera lo que estábamos haciendo. «¿Qué te parece?», le dije. Mi padre miró a mi hermano, que en ese momento se había puesto una mano en la frente buscando más dramatismo, y dijo: «Vaya, un tenista muerto».

Yo creo que a mi padre, en el fondo, le gustaban nuestras tonterías, incluso cuando llorábamos, aunque a veces se ponía también en plan padre. Un día nos llevó al cine de la periferia a ver una reposición de «Superman». Recuerdo que llovía. Cuando terminó la película y nos fuimos al coche, mi hermano estaba muy callado y, aunque a veces nos peleábamos por ocupar el sitio del copiloto cuando no estaba mi madre, ese día, mi hermano me lo cedió y se sentó atrás junto a la sillita de mi hermana pequeña. Hasta se puso el cinturón y todo. Esa vez la sillita estaba vacía porque mi padre nos dijo que a mi madre le parecía que esa película era para niños mayores, ya ves tú. Mi padre encendió el móvil y llamó a alguien pero no se lo cogieron porque colgó sin decir nada. Ahora sé a quién llamaba. Entonces no, claro.

Cuando llevábamos ya un rato de viaje le dije a mi padre que me orientara el retrovisor para ver desde delante lo que hacía mi hermano en el asiento de atrás, como en las películas de gansters. Mi padre accedió, ya he dicho que en el fondo le gustaban nuestras tonterías. Entonces vi que mi hermano miraba los otros coches a través del cristal de su ventanilla. Parecía como tonto mirando el cristal salpicado de gotas de lluvia. Suspiró una vez, yo no dije nada, claro, pero empecé a observarle detenidamente, como un espía. Después suspiró otra vez y dijo: «¡Qué…!» Entonces pensé que iba a decir eso de qué película y grité, para cortarle, lo primero que se me ocurrió: «Pues vaya con el Superman, este, lo acabaron enviando a La Tierra nada más nacer. Ese tío sí que lo ha pasado mal en la vida». Automáticamente, como si hubiese dicho la mayor palabrota del mundo, mi padre volvió a colocar el retrovisor en su sitio y empezó a mover la cabeza de un lado a otro sin dejar de mirar al fondo de la carretera. Yo ya le iba conociendo y sabía que ese meneo de cabeza significaba que nos iba a caer otra vez, a mi hermano y a mí, una de esas charlas que él soltaba de cuando recorría los pueblos tocando la guitarra en una orquesta de baile. Y claro, como mi hermano y yo entonces éramos pequeños, teníamos que creerle porque no nos acordábamos.

—¿Pasarlo mal? ¡Qué sabréis vosotros lo que es pasarlo mal en la vida! —dijo. Mi hermano me tocó el hombro y yo tuve que girarme para ver su cara porque el retrovisor ya no me servía—. Vosotros no sabéis lo que es comerse las uvas en Nochevieja dentro de una furgoneta parada en un arcén y atestada de instrumentos. A cero grados. Y brindar con sidra de garrafa en vasos de plástico mientras la gente normal disfruta de su familia. Eso sí es tocar fondo. Y todo para esto ¡Qué sabréis vosotros! —y se calló.

La verdad, mi padre es un tío divertido, lo que pasa es que a veces le sale la vena esa reivindicativa y mi hermano y yo tenemos que callarnos hasta que termina de soltar el mitin. Por eso me extrañó que el día de la película del samurái no nos siguiera el rollo un poco más después de soltar lo del tenista muerto. Lo dijo y se marchó al salón con el teléfono móvil pegado a la oreja. Yo le seguí. Mi hermano vino detrás sujetando aún la raqueta como si fuera realmente su espada. Entonces mi padre empezó a gritarle al teléfono.

—¿Qué? Rosario, por favor. Piensa en la niña. —Supe que hablaba con mi madre, y también supe que ninguno parecía estar de broma; Rosario era como él la llamaba cuando estaban enfadados. Normalmente la llamaba Charo o mamá.

Mi padre se calló un buen rato y se fue hacia la ventana del salón sin soltar el teléfono, aunque no parecía mirar nada a través de ella. Mi hermano y yo seguíamos de pie pegados al marco de la puerta. Después mi padre volvió a hablarle a mi madre, pero esta vez más sosegado.

—Está bien si es lo que quieres, mujer. —y colgó, pero no soltó el teléfono. Tampoco se apartó de la ventana. Desde allí podía verse nuestro coche con la sillita de mi hermana anclada en el asiento de atrás. Entonces me volví hacia mi hermano y le pregunté cuánto tiempo hacía que no veíamos una película con nuestra madre y la niña, como hacía tiempo las veíamos, juntos los cinco. Como él tampoco supo contestarme le dije que por favor me diera la espada. Él me la dio sin rechistar, como lo hizo Jack con su amigo en la película. Entonces me senté en el suelo y miré a mi padre, pero ya no le veía porque un sillón de los grandes me lo tapaba.

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