Diálogos de orilla a orilla
Ser editor es uno de los trabajos más bellos del mundo, le oí decir hace poco a un amigo. Creo que tiene razón. Quizás porque somos una pandilla de ilusos que se ha creído lo que decía George Steiner en Lenguaje y silencio: «Llegamos a responder con más entusiasmo a la tristeza literaria que al infortunio del vecino». No seré yo quien niegue que la justicia se mide por el entusiasmo frente al infortunio del vecino, pero los editores y los escritores creemos que los buenos libros azuzan ese entusiasmo, que es lo mismo que decir que nos ayudan a mirar y a comprender los infortunios, o por qué no, la felicidad del prójimo. Y no es que crea que la literatura tiene el poder de hacer que el mundo sea mejor, pero aviva el seso y nos despierta, permitiendo que no quede en silencio lo que pide ser contado. Esa es también una forma de hacer justicia. Estas son nuestras propuestas hortelanas, con las que esperamos que los lectores se entusiasmen: El candidato y la furia de Argemino Barro, que nos lleva hasta la campaña entre Trump y Clinton en un viaje al interior de un país enfebrecido que aún huele a comida de Wendy´s y a Ku Klux Klan, y del que como lectores regresamos padeciendo esa misma fiebre. Juan Carlos Chirinos se adentra con dolor en Venezuela, el país que ama y que nos pide que comprendamos desde su dolor para no enterrar su dramático presente entre las ruinas de sus mitos. Y en la colección de Las Hespérides, dos títulos. El tremendo libro de Faruk Šehić, que nos sumerge en la guerra de los Balcanes lanzándonos a Las aguas tranquilas del Una, orfandad del poeta soldado a la que Graciela Rodríguez Alonso, autora de esta casa con sus preciosas Cartas de los hombres, (¡sí! qué bonito es el trabajo de editora), contesta con un poema que es como decirle al poeta herido que se deje llevar a hombros de quien ha visto y olido en la lejanía su herida y está dispuesta a limpiarla con sus lágrimas.
Y Acre, de Lucrecia Zappi, una novela que disecciona la bajeza humana y la violencia del Brasil con el fino escalpelo de quien no está dispuesto a volver la mirada frente a la injusticia.
Sí, es bonito ser editora. Pasad y leed amigos. Y mientras llega la próxima cosecha, os dejo el poema de Graciela Rodríguez Alonso, con su venia.
Humo en el aire, robado a Faruk Sehic
Tomo un gusano brillante entre mis dedos,
palpita la luz en su interior de agua
un río en miniatura lo recorre, carne y sangre
de lo que fue memoria y del olor del miedo.
Líquenes en las cortezas de las manos
escasez de clorofila en las almas humanas,
el espejismo del bosque turquesa en la distancia,
la mentira del cielo helado herido de estrellas
fuegos, humo en el aire, palabras sumergidas.
Las gruesas gotas de lluvia son lágrimas de una madre.
Vuelo tras los sueños de los cumulonimbos
soy delfín en la tierra y ardilla alada y lombriz voladora;
bebo el polen de las flores empapadas de llanto
sin saber aun lo que está por llegar: el odio agazapado
y el arma letal de la valentía más destructora.
La tierra reventó, la muerte arraigó entre las raíces
las casas eran sarcófagos, el aire miedo absoluto;
estalló el fin del mundo y yo me refugié en el humus,
cavé túneles como un grillo topo, pero las costras
de tantas heridas recubrieron mis ojos, desapareció el crepúsculo
los escarabajos carroñeros devoraron la luna,
la oscuridad tomó el lugar de los rostros.
Ahora fluyen las corrientes lavando las riberas,
llevándose las casas, agitando vientos, soterrando huesos.
Debo abrazar de nuevo el horizonte, escuchar
el murmullo silencioso de los astros, tolerar
el canto de los pájaros para reencontrar las palabras,
sacándolas a flote desde lo más hondo del Una.
Piedras con las que reconstruir lo que se fue para siempre,
columnas para el templo indestructible de la memoria,
el gran libro que nace de la melancolía, para los vivos.
«Lo que no se pone negro sobre blanco no existe».
Graciela Rodríguez Alonso