«La muerte del prelado» Patrick Rosas
(este relato forma parte de El misterio necesario y otros fenómenos semejantes)
Cuando llegó a la habitación de su tío en la modesta casa presbiterial, a éste ya le habían administrado los sacramentos. El prelado yacía moribundo, espectral, en la cama grande y alta, de madera, provista de un dosel sin cortinado, en la cual había dormido desde que se le atribuyera una prelatura personal a su vuelta de una larga misión humanitaria en África. En la pared, encima de la cabecera, colgaba una gran cruz de mármol y bronce, único ornamento de la pieza. Un espeso edredón blanco cubría al moribundo desde los pies hasta la garganta, dejando al descubierto su cuello descarnado. Tenía las mejillas hundidas. La tez de su rostro era de un amarillo ceniciento. Una asistenta lo acababa de lavar y estaba terminando de peinar su pelo ralo, pegado a las sienes por la transpiración. Al ver llegar al sobrino del prelado, la mujer interrumpió su trabajo, dijo Buenos días y salió de la pieza. En ese momento el anciano pareció despertar de un sueño letal. Sus ojos parpadearon. Su respiración, que hasta entonces apenas hacía palpitar la tela del edredón, se agitó de pronto. Tío, dijo el recién llegado acercándose al moribundo. Posó una mano en su frente: estaba fría y de nuevo un poco húmeda. El moribundo dirigió a él la mirada y trató de decir algo, pero tenía la boca reseca, sus labios estaban cuarteados por la sensación de constante sed. Su sobrino le sirvió agua de una garrafa de cristal colocada sobre la mesita de noche y acercó el vaso a sus labios para que bebiera un sorbo. Su tío carraspeó tras haber esbozado una sonrisa. No hagas esfuerzos, le dijo su sobrino hablando quedo, la cara pegada a la oreja de su tío. Éste sacó un brazo y lo estiró sobre el edredón: la mano que empuñaba su rosario pareció estar empuñando la pera del timbre instalado sobre la cama para que pudiese llamar a la enfermera. Eres tú, dijo el moribundo con un hilo de voz. Su sobrino se había sentado al lado del lecho, en una silla de respaldo gigantesco que hacía pensar en el trono de un personaje mitológico. ¿Cómo te sientes?, preguntó, tal vez porque no sabía qué preguntar o por no ser consciente de que el anciano vivía sus últimos instantes. O por resistirse a creerlo. El prelado, hermano de su madre, era su padrino, y a él lo unía desde pequeño una relación tierna y sólida que había sabido resistir a las divergencias aparecidas cuando el sobrino empezó a distanciarse de la religión. Esto había suscitado, entre ellos dos, debates sin treguas; debates, cabe decirlo, siempre puestos bajo el riguroso patrocinio de la Razón (el último había tenido lugar en esta misma habitación, pocos días antes de esta visita). El moribundo oprimió el rosario con los dedos retorcidos por la artritis. Fue una presión muy tenue, sólo perceptible porque hinchó en el dorso de la mano unas venitas verdosas. Como alguien que sabe que se muere, hijo, murmuró entrecortando la frase varias veces. Su sobrino se tragó un sollozo. ¿Le temes a la muerte?, se atrevió a preguntar. Siempre se habían hablado con franqueza. ¿No le temes tú?, replicó su tío tan quedamente que su sobrino tuvo que reasociar las palabras en su mente a fin de comprender lo que le decía. Pero yo no creo en Dios, repuso él. Da igual, murmuró el prelado. ¿Dijo eso o habría yo escuchado mal? No saberlo lo incomodó: ¿creer en Dios no ayudaba? La mano del moribundo, dejando caer el rosario, buscó el antebrazo de su sobrino, posado sobre la cama, y quiso apretarlo como había apretado la cruz de plata del rosario. La acción no pasó del intento: no le quedaban fuerzas. Espero que Dios no haya sido una ilusión, llegó a balbucear, sin embargo, el anciano, antes de cerrar los ojos. Ya no los volvería a abrir más.
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